1
Capítulo
primero
Platero
Platero
es pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera,
que
se diría todo de algodón, que no lleva huesos. Sólo los
espejos
de azabache de sus ojos son duros cual dos
escarabajos
de cristal negro.
Lo
dejo suelto, y se va al prado, y acaricia tibiamente con
su
hocico, rozándolas apenas, las florecillas rosas, celestes y
gualdas...
Lo llamo dulcemente: ¿Platero? y viene a mí con un
trotecillo
alegre que parece que se ríe en no sé qué cascabeleo
ideal...
Come
cuanto le doy. Le gustan las naranjas mandarinas,
las
uvas moscateles, todas de ámbar; los higos morados, con
su
cristalina gotita de miel...
Es
tierno y mimoso igual que un niño, que una niña...;
pero
fuerte y seco por dentro como de piedra. Cuando paso
sobre
él, los domingos, por las últimas callejas del pueblo, los
hombres
del campo, vestidos de limpio y despaciosos, se quedan
mirándolo:
—Tien’ asero...
Tiene
acero. Acero y plata de luna, al mismo tiempo.
3
Capítulo
sexto
La
miga
Si
tú vinieras, Platero. con los demás niños, a la miga,
aprenderías
el a, b, c, y escribirías palotes. Sabrías tanto como el
burro
de las Figuras de cera —el amigo de la Sirenita del Mar,
que
aparece coronado de flores de trapo, por el cristal que
muestra
a ella, rosa toda, carne y oro, en su verde elemento—;
más
que el médico y el cura de Palos, Platero.
Pero,
aunque no tienes más que cuatro años, ¡ eres tan
grandote
y tan poco fino ! ¿En qué sillita te ibas a sentar tú, en
qué
mesa ibas tú a escribir, qué cartilla ni qué pluma te
bastarían,
en qué lugar del corro ibas a cantar, di, el Credo?
No.
Doña Domitila —de hábito de Padre Jesús Nazareno,
morado
todo con el cordón amarillo, igual que Reyes, el
besuguero—
te tendría, a lo mejor, dos horas de rodillas en un
rincón
del patio de los plátanos, o te daría con su larga caña seca
en
las manos, o se comería la carne de membrillo de tu merienda,
o te
pondría un papel ardiendo bajo el rabo y
tan coloradas y tan
calientes las orejas como se le ponen al hijo del aperador cuando va
a llover...
No,
Platero, no. Vente tú conmigo. Yo te enseñaré las flores y
las
estrellas. Y no se reirán de ti como de un niño torpón, ni te
pondrán,
cual si fueras lo que ellos llaman un burro, el gorro de
los
ojos grandes ribeteados de añil y almagra, como los de las
barcas
del río, con dos orejas dobles que las tuyas.
5
Capítulo
diecinueve
Paisaje
grana
La
cumbre. Ahí está el ocaso, todo empurpurado, herido
por
sus propios cristales, que le hacen sangre por doquiera. A
su
esplendor, el pinar verde se agria, vagamente enrojecido; y
las
hierbas y las florecillas, encendidas y transparentes,
embalsaman
el instante sereno de una esencia mojada,
penetrante
y luminosa.
Yo
me quedo extasiado en el crepúsculo. Platero, granas de
ocaso
sus ojos negros, se va, manso, a un charquero de aguas
de
carmín, de rosa, de violeta; hunde suavemente su boca en
los
espejos, que parece que se hacen líquidos al tocarlos él; y
hay
por su enorme garganta como un pasar profuso de umbrías
aguas
de sangre.
El
paraje es conocido; pero el momento lo trastorna y lo
hace
extraño, ruinoso y monumental. Se dijera, a cada instante,
que
vamos a descubrir un palacio abandonado... La tarde se
prolonga
más allá de sí misma, y la hora, contagiada de
eternidad,
es infinita, pacífica, insondeable...
—Anda,
Platero.
8
Capítulo
veinticinco
La
primavera
¡Ay,
qué relumbres y olores!
¡Ay,
cómo ríen los prados!
¡Ay,
qué alboradas se oyen!
ROMANCE
POPULAR.
En
mi duermevela matinal, me malhumora una endiablada
chillería
de chiquillos. Por fin, sin poder dormir más, me echo,
desesperado,
de la cama. Entonces, al mirar el campo por la
ventana
abierta, me doy cuenta de que los que alborotan son
los
pájaros.
Salgo
al huerto y canto gracias al Dios del día azul. ¡Libre
concierto
de picos, fresco y sin fin! La golondrina riza,
caprichosa,
su gorjeo en el pozo; silba el mirlo sobre la naranja
caída;
de fuego, la oropéndola charla, de chaparro en chaparro;
el
chamariz ríe larga y menudamente en la cima del eucalipto,
y,
en el pino grande, los gorriones discuten desaforadamente.
¡Cómo
está la mañana! El sol pone en la tierra su alegría de
plata
y de oro; mariposas de cien colores juegan por todas
partes,
entre las flores, por la casa—ya dentro, ya fuera—, en el
manantial.
Por doquiera, el campo se abre en estadillos, en
crujidos,
en un hervidero de vida sana y nueva.
Parece
que estuviéramos dentro de un gran panal de luz,
que
fuese el interior de una inmensa y cálida rosa encendida.
33
Capítulo
ciento treinta y uno
Madrigal
Mírala,
Platero. Ha dado, como el caballito del circo por la
pista,
tres vueltas en redondo por el jardín, blanca como la leve
ola
única de un dulce mar de luz, y ha vuelto a pasar la tapia.
Me la
figuro en el rosal silvestre que hay del otro lado y casi la veo
a
través de la cal. Mírala. Ya está aquí otra vez. En realidad,
son
dos mariposas: una blanca, ella; otra negra, su sombra.
Hay, Platero,
bellezas culminantes que en vano pretenden otras ocultar.
Como en el
rostro tuyo los ojos son el primer encanto, la estrella
es el de la
noche y la rosa y la mariposa lo son del jardín matinal.
Platero,
¡mira qué bien vuela! ¡Qué regocijo debe de ser
para
ella el volar así! Será como es para mí, poeta verdadero,
el deleite
del verso, Toda se interna en su vuelo, de ella misma a su alma,
y se creyera que nada más le importa en el mundo,
digo,
en el jardín.
Cállate,
Platero... Mírala. ¡Qué delicia verla volar así, pura
y
sin ripio!